El encuadre con niños y el trabajo con su familia[1]
Alicia Leisse de Lustgarten[2]
En esas búsquedas que siempre hacemos para airear nuestro pensamiento encontré un artículo sucinto y claro en el que me llamó la atención leer que Freud, con su metapsicología, sentó las bases para entender a un niño, pero no desarrolló la técnica para trabajar con él. Por una suerte de deuda idealizadora que nos ha quedado a los analistas del legado freudiano, todo se lo queremos atribuir a su innegable genio creador. No hay duda de que su cuerpo teórico-clínico refiere a la vida psíquica infantil y en la técnica, su trabajo con Max Graf, padre del célebre Juanito, perfiló la vía para recoger el discurso presente en las fantasías que acompañaban los síntomas fóbicos, al tiempo que afirmaba el papel principal de la sexualidad infantil en el destino humano. Pero la técnica del análisis infantil sería sistematizada más tarde. Fueron diversos los psicoanalistas responsables de estos desarrollos como diversos sus enfoques. Hermine von Hug-Hellmuth, Anna Freud, Melanie Klein, Donald Winnicott, Françoise Doltó, Maud Mannoni, Arminda Aberastury y podría seguir. Enfatizando una línea educativa derivada del conocimiento que se tenía de pacientes adultos, definiendo una técnica del análisis infantil, atribuyendo significación al juego, indagando en los significantes o arrimando la palabra, la apuesta por el niño objeto de psicoanálisis ha sido más que probada. Pero como todo en este oficio, está abierta la puerta para nuevos descubrimientos en tanto nuestro objeto de investigación, el niño y su inconsciente, no pueden entenderse fuera de la dialéctica del cambio. Quién es él en el siglo XXI, quienes son sus padres, quién es el analista, qué ámbito habitan cada uno de los personajes que nos ocupan son cuestiones que intervendrán en una práctica determinada. Hoy considero el tema del encuadre con niños y con su familia tras veinte años de recorrido. Suscribiendo a Aulagnier (1994) en su concepto de “la teorización flotante”, el pensamiento y la aproximación de un analista recogen, no solo su marco teórico o técnico, también los avatares que comportan su devenir. Me refiero a sus interrogantes, su experiencia clínica, sus indagaciones. Las ideas que hoy desarrollo procuran dar cuenta de ello.
Nunca está de más…
La aproximación psicoanalítica pretende ayudar al niño a liberarse de sus daños emocionales al dar lugar a la expresión de conflictos, un sitio para la angustia y la verbalización de los afectos. Nos dice Doltó (1992) que la gravedad de un caso no está determinada por la intensidad de los trastornos sino por su ubicación en el tiempo:…”Me refiero no a la antigüedad de tales o cuales síntomas, sino a la antigüedad de un estado a menudo polimorfo de dificultades emocionales variadas y cambiantes, pero que se remonta a la primera infancia”.
Dicho y repetido por doquier, el psicoanálisis de niños o con niños, para mí caben ambas, tiene su especificidad. Si bien los fundamentos teóricos o clínicos son los mismos que para los adultos, su técnica supone un método propio que convoca aproximaciones también propias. Arrastra, eso sí, el efecto de una suerte de hermanazgo menor que lo señala como una especie de segunda, poblando tabúes y mitos aún entre nuestros profesionales. Recuerdo la frase caricaturesca de una colega que decía que ya no atendía niños porque había crecido, o una suerte de moda donde aquellos les eran referidos a terapeutas preferiblemente mujeres que se iniciaban en su oficio. Estas mal creencias son acompasadas en un mundo contemporáneo donde el niño continua siendo poco escuchado; aunque hoy se sabe más acerca de él y de eso psíquico que habita su mundo; como también las ciencias y disciplinas que lo miran son más numerosas.
Recorramos juntos una vez más eso particular que hace al análisis infantil.
¿La transferencia? ¡Desde el comienzo!
Bien sea que atendamos una llamada telefónica o abramos la puerta de nuestro consultorio, difícilmente por no decir nunca, escucharemos a un niño pidiéndonos una consulta; lo hace alguien por él. Apunta a una diferencia. Raramente un adulto nos llama a través de otro y si ello ocurre, exploraremos de qué se trata. Acá es la norma. El niño tiene palabras, tiene lenguaje, pero aún requiere que otro sea su portavoz. No nos consulta directamente. Más aún; salvo algunas excepciones situadas en latitudes donde el análisis forma parte del cotidiano, no será él quien le dirá a sus padres que quiere ir al psicoanalista. Ellos consultan por él, son sus voceros, casi siempre sin que le hayan pedido su parecer. He ahí, una tarea inicial que nos ocupa. Explorar si efectivamente es el niño el paciente o quien es realmente el que hace la demanda. Escuchar a los padres los acerca a conocer sobre qué pasa y qué les pasa, condición para que a su vez puedan escuchar. Conllevará también oírlos no meramente como informantes; mientras que a nosotros nos corresponde conocer de quien más están siendo voceros ¿del colegio, del médico, de un juez? Esto nos lleva a la pregunta, ya no solo de porqué traen al niño, sino quien lo refiere. Si un colegio pone como condición a la permanencia de un escolar, que se trate, será diferente a si viene en búsqueda de ayuda para un desorden somático en el que su médico detecta otro compromiso.
Síntoma de por medio, cualquiera que éste sea, el pequeño se está expresando y el lenguaje desplazado o la palabra suprimida invita a considerar el panorama de lo que será nuestro trabajo, bifurcado, por cierto: atender al llamado parental y aguzar la vista y el oído para preservar un primer lugar para ese por quien nos solicitan. La palabra del niño difiere de la del adulto; su palabra es juego es cuerpo y es acto. Los parámetros para recoger ese discurso son diferentes. El niño no usa diván a no ser que sea para incorporarlo a su escenario lúdico. Se mueve, nos convoca con su juego, establece un vínculo. Una vez que ello sucede arma un escenario que le pertenece y desde allí, nos formula una demanda. La que el analista recoge refiere a la verdad de ese sujeto oculta en sus síntomas. Ello apunta a que el trabajo pasa también por la transferencia, lo que nos permitirá aproximar en qué lugar nos coloca y desmontar la historia de repetición, que entreteje la trama fantasmática encubierta por el suceder sintomático. Quiero referirme en primer término a lo que en el trabajo con niños señalamos como la transferencia de los padres. Acuden con una demanda: “haga algo con mi hijo, ayúdelo”. Pero esa frase apenas esconde la espera específica de un cambio para lo que ya tiene nombre: “que sea bueno, que se porte bien, que estudie, que coma, que no se orine, que…”. Nuestra apreciación olvida un poco lo que para ellos supone acudir a la consulta. ¡Han fallado! Algo no hacen bien. La herida narcisista se hace presente al tiempo que la culpa asoma, y su tamaño será proporcional a la urgencia con la que esperan el cambio que los alivie, pero sobre todo un cambio que revierta lo que de estorbo delatador aparece. La transferencia del paciente en cuestión toca el tratamiento; la que despliegan los padres rodea nuestro trabajo, comporta un pedido específico. Y la respuesta no será trabajarla, al menos de entrada, en tanto no formulan una demanda de análisis para ellos; tampoco esquivarla, ello redundaría en dificultades que en algún momento asomarán y quedaría desaprovechada lo que entiendo como una vía ineludible de encuentro. La transferencia de los padres se muestra en un pedido con tintes de urgencia que apenas disimula el tono de angustia. Hemos sido llamados cuando no quedó más que hacer, señal de lo que ellos vivirán como un fracaso. El analista es un tercero solicitado al que se le pide que tome partido. Es así como la particularidad de la transferencia en el tratamiento de niños advierte un triángulo hecho de lados reales. El triangulo que arma un adulto con su analista entra dentro de la dimensión simbólica, se despliegue o no desde lo imaginario. Con el niño y sus padres, hay que rescatarse de ese telón de realidad que soporta la relación familiar para convocar al mundo fantasmático. He ahí un reto ineludible; moverse desde el espacio del consultorio, a los golpes a la puerta que dan los padres con sus preguntas, sus quejas y sus expectativas. Ellos esperan, y no pocas veces, con impaciencia. Campea la exclusión; otro tiene el poder de ayudar en lo que ellos no pueden o no saben. El analista hace algo del orden de lo que no entienden o no conocen; sucede mientras que ellos se sienten ajenos e impotentes y el padecimiento del hijo toca su responsabilidad. Nos encontramos en grado diverso con disfunciones familiares, ausencias, separaciones, distancias, desentendimiento. Pero entre tantos hallazgos, pretendemos romper con el círculo de causalidad lineal que por años se le ha imputado al psicoanálisis. Desde allí, pretender que lo que sucede con los hijos proviene de los padres, como explicar el presente como mera consecuencia del pasado, referiría a una concepción epistemológica parcial que no se sostiene en tanto el vivir comporta conflicto. Para decirlo de una manera sucinta pero que recoge buena parte de lo que acontece, el tránsito infantil refiere a digerir los efectos derivados de las experiencias con las que se construye el narcisismo, escenario que soporta el ser de los comienzos, la valoración de lo propio, la identidad separada de un otro así como atravesar los complejos afectivos que supone el Edipo, las diferencias generacionales, las angustias frente a lo que no se tiene, no se puede o lo que no se es. Lo que si interesa es la respuesta de los padres ante el desajuste que emerge y sus esfuerzos por reemplazarlo por algo que trastoca lo que el niño tiene por decir. Como bien señala Mannoni (2003) al analista le corresponde atender la palabra de la madre y también la del padre que estará en relación al lugar que ocupe en el discurso de la madre. Los progenitores son parte ineludible del tratamiento de un niño. Intervienen, tienen un espacio, pueden preguntar; también los requerimos. Son afirmaciones que suscribo desde mi concepción del encuentro psicoanalítico con el niño; pero en la que también considero el engranaje simbólico que comporta la relación con los padres. Otros abordajes centran su trabajo en la transferencia que se instala en un encuadre que da cuenta de la fantasía inconsciente y el mundo psíquico como tal; desde esa perspectiva evitan todo contacto que no sea con el niño, en la pretensión de evitar la contaminación.
La disposición transferencial parental positiva está allí en los comienzos o sale al paso en el curso del análisis. Se hace presente en la actitud colaboradora, la intención de reparar y el conocimiento progresivo de que, en efecto, el hijo es también un sujeto de deseo. Es ésta última una de las grandes conquistas con la que han de hacerse, descubrir que el hijo no los continua, ni los duplica, ni los hereda; que aunque todo ello haga presencia en el cartel identificatorio que aquel porta, está en sus manos armarlo progresivamente de acuerdo con las versiones -inconscientes- que se va haciendo.
¿Y la del niño?
Parecía fácil pensar que en tanto amigable y dispuesto al juego, el terapeuta de niños estaría ganado para una transferencia positiva, más aún tomando en cuenta la aparente apertura del pequeño. En efecto, que un adulto tenga tiempo para escuchar todo lo que un niño tiene para decirle y hasta jugar con él en tiempos donde ello escasea, parece ser una buena oferta. Pero aquí nos movemos en el terreno manifiesto. Si este personaje es traído porque repite un año escolar y no avanza, o tiene problemas de conducta, su comportamiento tienta a algo que será objeto de diagnóstico. Si se trata de un síntoma orgánico, ronda la disfunción; si sufre o padece directamente de un afecto inmanejable será señalado y conminado de diversas maneras. Y de ello dará cuenta precisamente en el escenario que ya ha sido preparado; falta que se active el dispositivo transferencial a cargo del analista, en su función particular, que no es la de pedagogo que premia, celebra o castiga, tampoco la de padre o madre que satisface la demanda. Es el lugar de semblante que, en este intercambio, refiere a que se despliegue el juego y con él, el mundo de fantasías que trae consigo la trama de su padecimiento, metáfora que no desconoce que los hilos que tejen lo que aqueja son desde ahora diversos y anudados, carecen de dirección causal. Vivir supone atravesar haberes y pérdidas que tocan y lesionan el ser tanto como enfrentar experiencias que arriesgan vivencias mutilantes y cercenadoras. Por definición, la transferencia es el lugar de la repetición, no solo de un afecto o de vivencias que comportan afectos, sino de una trama relacional que ha dejado una cicatriz de tamaño diverso. La ida de un progenitor, la distancia de otro, la preferencia por hermanos, la no sintonía con lo que quiere o espera o el sufrimiento diverso. Lo que sucede, de alguna manera calla y si habla se disfraza de tal manera que queda libre de toda sospecha; pero allí está. Y es ese guión secreto y repetido el que espera el terapeuta. Pero en tanto ubicado en lugar de aliado de los padres, o de alguien expectante de supuestas conductas, cargará con la puesta en él de eso rabioso, temeroso o faltante. Es la vertiente negativa de la transferencia, a la que no pocas veces se la malentiende como que no debe estar, hasta el punto de que los padres creen que si un niño es agresivo con su terapeuta o no quiere ir, el tratamiento no va bien cuando precisamente tiene el espacio para desplegar afectos pendientes ahora actualizados en esta nueva relación. La transferencia no sustituye una función; es testimonio de una repetición y la prevalencia de su connotación hostil no es algo a cambiar; es esperable para trabajarla. Se trata pues de darle lugar, sea que esté agazapada en una actitud idealizadora o complaciente, seductora o sometida, recreando ese otro escenario donde cuenta ante todo, un asunto de conducta. Pero también se sostiene en la confrontación del niño con su verdad callada que lo lleva a conocer la mentira del adulto o lo que su fantasía dictamina. Hablar de repetición es hacer lugar para que la experiencia traumática haga presencia a través de la situación emocional que se hace palabra dicha o jugada; en fin, representada. Ha estado allí muda, escondida en síntomas que recogen aquellas dificultades; ahora nuevas, que despiertan también angustias nuevas o aquellas otras que no se expresaron. Esta suerte de alegato no desdice la presencia de la transferencia positiva, menos resistencial en tanto favorable a la cura que formará parte de la posición del analista al situar al niño como el protagonista indiscutible de la empresa terapéutica.
Hablando de análisis
Habitualmente se entiende por encuadre las condiciones bajo las cuales se define o acuerda un tratamiento. Tiene una intención explícita, ofrecer un marco contenedor para la experiencia movilizadora que supone el análisis Leisse (1992). En la práctica clínica observamos que, con no poca frecuencia, un niño empieza a venir y ya se habla de sesiones. Como que los encuentros preliminares se acortan para entrar de lleno en el tratamiento. Y he aquí, que la interrupción cuando ciertos síntomas desaparecen toma por sorpresa al analista quedando a un lado la conflictiva silenciada que no ha tenido acceso a la palabra. De allí, que quiera enfatizar lo que entiendo como la antesala de un tratamiento: el encuentro diagnóstico con el niño y sus padres. Esa vía de conocimiento abrirá las puertas para la instalación de un vínculo y por lo tanto para la disposición a la cura. Allí se juega el espacio para el niño. Esos encuentros primeros advierten que si bien los padres no son pacientes, o al menos no se asumen como tales, son parte del engranaje triangular que dibuja el mapa vital del niño. Hablar con ellos es escuchar pero también cuestionar el diagnóstico que han establecido. La escucha es abierta, diferente de la sistematización de un historial clínico. Es una suerte de relato en el que propendemos las ocurrencias, las asociaciones, los enlaces en una línea discursiva que permite la exploración de lo que el decir manifiesto trae de latente. Que el niño conozca porqué lo traen, quién es el analista, qué se hace en el consultorio, de qué trata el jugar son preguntas de pleno derecho que convocan a la seriedad del trabajo por demás no exento de placer en tanto vía de despliegue de su deseo. Desde los inicios, como antes señalé, corresponde deslastrarse de lo que nos atribuyen los padres en tanto tergiverse la propuesta de cura analítica que podamos ofertar. Con el niño se emprende la creación de un vínculo inédito. Ni somos señores con los que va a jugar un rato, ni un doctor que va a quitar eso malo que hay en la cabeza. Se trata de un terapeuta que interroga por lo que le pasa y que pretende progresivamente, que él diga acerca de lo que le sucede, acerca de lo que le dicen que sucede, acerca de lo que tiene que decir; compleja vía que ira desmontando a través del despliegue lúdico, la escena inconsciente. Es el discurso propio del niño plagado de simbolización. Mannoni, cita a Lacan quien destaca el valor del desciframiento de la palabra que emprendió Freud y que lo llevó al idioma primitivo de los símbolos, vivo en el sufrimiento del hombre. El analista de niños recoge este discurso para que pueda aproximar las verdades que oculta, los acuerdos y entendidos que tiene que hacer en relación a sus padres o en relación a los avatares de su vida, a los daños potenciales que puede conllevar aceptar la castración, en el entendido de que se adueñe de su palabra, que pueda rechazar, cuestionar o delatar la carga impositiva, sometedora o abusiva que puede suponer el orden parental.
El analista de niños es testigo y escucha de un lenguaje con un código particular simbólico que le es ajeno en distancia generacional. Su aproximación habitual a la palabra requiere ahora de un entendimiento del que deberá apropiarse. Ser terapeuta de niños no se reduce a sentarse a jugar; abordar el juego tiene sus particularidades. Las significaciones impuestas a un texto fuera de lo propio de cada quién arrastra una aplicación cuasi universal que especula fuera de lo individual que trae el sujeto. Se trata de construcciones simbólicas que rebasan un decir siempre inédito. De allí, la ingerencia de la asociación libre como vía por la que el sujeto atrapa sus ocurrencias. Se refiere a cómo habla el dibujo, qué dicen los personajes desplegados en el juego, qué escena dramatizan. Son esas construcciones lúdicas las que hablan con palabras que narran. Y el terapeuta pregunta, procura otros enlaces, pide una historia o favorece nuevos hilos; así arma su discurso que da cuenta de la repetición y de la puesta en escena de la trama inconsciente. El analista no se limita a dar significado a un determinado síntoma; ayuda al sujeto a encontrar y asumir la palabra en relación a su historia. Recojo el valor crítico que arrastra la interpretación en cuanto dadora de una significación que obtura, pero disiento del aporte cerrado que puede portar esa significación, porque al dar cuenta de lo latente también abre una nueva conquista al acceder a lo no sabido. Por otra parte, el analista significa nombrando, indagando, escuchando en tanto lleva al niño a que conozca donde está o donde quiere estar o qué quiere del otro. La simbolización no es un misterio, algo etéreo o enigmático; cursa con eso tan inmediato y carnal como es lo cognitivo, los procesos conscientes, el lenguaje coloquial. Es un entretejido, y de todo ello nos valemos para sostener el diálogo analítico; también de otros recursos que permitan nombrar, arrimar palabras, rescatar nexos; aún más, construir cuando el espacio de representación está agrietado o llega a faltar, quedando sustituido por una acción siempre concreta. Los terapeutas también hacemos espacio psíquico, aunque comporte aproximaciones ortopédicas o pedagógicas supuestamente ajenas a lo analítico. La vía de intervención del analista es su palabra, pero también el juego, y si la palabra del paciente solo puede circular por vías desplazadas hasta el punto que casi extravían la suya, esa será una puerta posible para entrar.
Los juegos estructurados, tan mal vistos por lo poco que el paciente puede llegar a desplegar de sí; los juegos tecnologizados con su dispositivo de recreación maquinal; las computadoras y sus programas encasilladores quizá se presentan también como instalación de alternativas de encuentro en un espacio donde corresponde rescatar la causa de cada sujeto; quién es, a qué refiere su identificación, qué pretende o quién pretende por él, cuál es el camino que va andando o cuánto queda alienado en aquello que le imponen.
Cabe mucho, en estas aproximaciones actuales que nos conminan. El sujeto que nos consulta, ya desde pequeña edad, padece de síntomas que conocemos de hace mucho: problemas escolares, dificultades de relación, síntomas orgánicos variados, cuadros de desorganización severa, duelos enquistados. Quizá no hayan variado demasiado los síntomas. Pero en un mundo de tiempos acelerados, de demandas urgentes, donde el pensar queda interdicto por lo que dictamina un otro, donde el valor que manda se circunscribe al logro inmediato, al poder y a lo que se muestra más que a lo que se es o se quiere ser, la causa del sujeto se tambalea.
Referencias Bibliográficas
Aulagnier, P.: (1980) Los destinos del placer. Barcelona: Petrel
Doltó, F. y Nasio, J. D.: (1992) El trabajo psicoterapéutico. Barcelona: Gedisa
Kahansky, E., Rodriguez, M. y Silver, R.M.: (2005) Trabajando con padres en el psicoanálisis con niños. Sep.
Leisse de Lustgarten, A.: (1992) El análisis y el encuadre analítico: Algunas reflexiones. Revista de Psicoanálisis. 3;1, 1993. págs. 61-69
Mannoni, M.: (2003) La primera entrevista con el psicoanalista. Buenos aires: Gedisa
[1] Charla inaugural a ser presentada en la Universidad Santa María la Antigua en el marco de la Primera Escuela psicoanalítica de Niños y adolescentes. Panamá, Mayo 2008.
[2] Psicoanalista. Miembro Titular en Función didáctica de la Sociedad Psicoanalítica de Caracas