Autor: Aurelio Calvo
De pronto, viene a mi recuerdo una caricatura de Pedro León Zapata que ilustraba, diez años atrás, una escena en la que una familia asistía espantada ante la irrupción de un dedo inquisidor que atravesaba la pantalla del televisor. La arenga del líder político traspasaba la distancia mediática para transformarse en intimidación física. Sin duda se trata de una metáfora gráfica, ingeniosa, que expresa cómo la virulencia del discurso político invadió nuestra intimidad familiar, haciéndonos partícipes de la ruptura cada vez mayor de ese muro agrietado que separa lo privado de lo público. En palabras de Fernando Yurman “lo privado ha pasado a ser un pliegue de lo público”.
El espacio analítico no podía quedar inmune a tal invasión. Parece ya distante y poco rescatable aquella vivencia que experimentábamos al entrar en el consultorio de un psicoanalista. Aquel lugar a la vez cálido y aséptico, donde te deslizabas en el diván y todo parecía orquestado para que dejaras afuera: la lluvia negra de la ciudad, los sudores de lo social, los ruidos de lo político, en fin, el óxido de todos los días. Allí en el silencio del aire acondicionado y de la asimetría, desplegabas la cadena significante y con un poco de suerte retornaba lo reprimido. El analista fiel a su encuadre hacía gala de abstinencia, conservaba la neutralidad, convertía distracción en atención flotante y de vez en cuando, recogía el material verbal para ofrecerte alguna interpretación, una puntuación, una pregunta enigmática, etc.
La realidad externa era sólo el polvo del camino que permitía pasar de lo social a lo intrapsíquico. Cualquier evento callejero era tomado por la red de la neurosis de transferencia sin desestimar, por supuesto, la importancia del encuentro con lo real. Lo que pasaba afuera era comprimido en un adentro íntimo y vincular. A veces la violencia de lo traumático trastocaba ese clima, aunque sólo por unos días o semanas, luego tocaba recortar simbólicamente, el pánico del último atraco, la impotencia del desempleo, la ruptura matrimonial, el año académico perdido, etc. La realidad “pura y dura” gradualmente se trocaba en representación, el trauma actual poco a poco remitía a Narciso o a Edipo, la pierna rota se volvía metáfora de la castración y la actualidad punzante se dejaba apropiar por la historia subjetiva. A veces, salías de la sesión con la quietud tristona de quien se asomó a sus propias limitaciones, otras con la ilusión de haber crecido unos centímetros, la mayoría con las ganas de volver a la próxima y seguir asistiendo a los goces y miserias del autoconocimiento.
No hay duda de que a lo largo de la historia de la humanidad siempre hubo y habrá: crisis económica, polarización política, lucha de clases, intolerancia a las diferencias, violación de los derechos humanos, amenazas a la libertad de expresión, delincuencia común y delincuencia disfrazada de ideología, etc. Pero qué pasa cuando esa violencia multiforme nos toca la puerta, no en Ucrania o en Siria sino aquí. Más específicamente, qué nos pasa a los analistas venezolanos cuando un asalto o un secuestro desarticula nuestro limitado equilibrio emocional, cuando el noticiero “no informa” que una protesta tomó la autopista y no puedes recoger a tus hijos del colegio, cuando el analista se muere de ganas de emigrar y el paciente de las 6 de la tarde le da mejores argumentos para hacerlo. Cuando el paciente acostado en el diván hace una apología a la revolución y tú sientes que una revolución más y te mareas. O peor, cuando una señora muy elegante sostiene con una convicción casi delirante que “si ellos no respetan los derechos humanos hay que matarlos a todos”. Díganme: ¿Cómo acceder al inconsciente sin un chaleco antibalas? Me imagino que a estas alturas ya no le extraña a nadie que Melanie Klein haya desarrollado la teoría de la posición esquizo-paranoide durante el bombardeo de la ciudad de Londres. ¿Será una casualidad que la polarización política se parezca tanto a las escisiones objetales de pechos buenos y malos? Será una coincidencia que la privación y la frustración humana sean los principales generadores de los radicalismos fanáticos y a la vez de los clivajes mentales. Cómo se mantiene el encuadre cuando la calle se acuesta en el diván y todo se desencuadra?
En marzo y abril, mi consulta pasó de ser mayoritariamente presencial (sólo atendía por Skype a personas que viven en el extranjero) a fundamentalmente virtual. Las sesiones vespertinas convirtieron mi agenda en un rompecabezas, las horas fijas se volvieron vacilantes; nunca faltaban las llamadas de último minuto de un paciente atrapado en una barricada o algún adolescente que pedía permiso para asistir a una marcha sin que le cobrara la hora que iba a perder. Más de una vez acepté que un paciente atascado en mi propia calle comenzara la sesión por teléfono y la continuara luego en el consultorio. Proliferaban las horas de recuperación, tanto las solicitadas por los pacientes como las impuestas por mí. El cobro de honorarios mermó y el lucro cesante se convirtió en la excepción que confirma la regla.
A menudo, era muy difícil discernir si el peligro de la calle era real, fantaseado o alucinado. La autocensura radioeléctrica complicaba las decisiones y las intervenciones. Los pacientes más paranoides estaban “en su salsa” y convencerlos de que asistieran podía convertirte en otro objeto persecutorio. Los más obsesivos y fóbicos requerían por teléfono todo tipo de reaseguramientos sobre qué vías alternativas tomar y qué tipo de horarios eran “más tranquilos”. Otros directamente me pedían el Skype. Cuando predominaba la patología narcisista, las sesiones se convertían en una narración de aventuras épicas y algunos “heroísmos” contra la guardia nacional. En esos casos mi función era anticipar el próximo acting out o tratar de deslindar los riesgos de una protesta activa, de las impulsiones autodestructivas de algún imitador de Indiana Jones.
Frecuentemente me animaba la idea de que la vida consiste, entre otras cosas, en vencer nuestra natural tendencia al conservadurismo mental y a la circularidad paralizante. Esa es para mí la forma más explícita de entender la hipótesis que Freud nos legó con la pulsión de muerte. Me estimulaba la certeza de que los riesgos constructivos son necesarios para el crecimiento o el cambio psíquico. Otras veces pensaba que esto no era más que una racionalización de todas las acrobacias que hice con el encuadre analítico para atenuar la angustia que me producía la posible debacle de mi consulta. Ahora llegué a la conclusión de que las dos cosas son ciertas y pienso que si logro mantener en pie mi consulta, pronto volveré a estar en mejores condiciones psicológicas para retomar un encuadre flexible, aunque menos circunstancial. Esa postura gravitó notablemente sobre mi actitud terapéutica en esos meses. Tuve que tomar numerosas decisiones sobre la marcha. Sabía que muchas sesiones iban a ser meramente catárticas y que mis intervenciones serían más ortopédicas o analgésicas que interpretativas. También me daba cuenta que los pacientes solían confundir sus resistencias al tratamiento, con las barricadas viales y los peligros del clima sociopolítico. Intuía que tenía que ser un analista con voluntad de sospecha para preservar mi voluntad de escucha. Según Desiato (1993), “En tanto hombres vinculados a la historia, arrojados en ella, debemos sospechar de los discursos que heredamos de la tradición pero para construir otros discursos. Pero construir significa aquí entregarnos a la tarea de escuchar más y mejor lo que ha sido dicho”. Eso significa que la voluntad de sospecha es un medio para la voluntad de escucha. En sus texto sobre “Nietzche, Marx y Freud” Foucault (1981) subraya que siempre es posible sospechar que el lenguaje no dice exactamente lo que dice.
En estos momentos de apabullante realidad, se nos presenta a los analistas el problema de si privilegiamos el sentido inmediato de lo que escuchamos o el sentido encubierto. Al respecto “Foucault, siguiendo a Nietzche, rechaza la dicotomía “profundo-superficial”. Según el no existiría un sentido superficial contrapuesto a uno más profundo, pues ambos sentidos pertenecen a la exterioridad (cit. por Desiato 1993)”.
Descubrimos así que la profundidad no es sino un juego de superficies encajadas. El sentido que está por debajo no es necesariamente más verdadero que el que se nos muestra de entrada. Si no hay un sentido más profundo que otro, tampoco hay un sentido último, lo cual hace de la interpretación una tarea de escucha siempre incompleta y fragmentaria. Según Desiato (1993) “siempre es prudente recordar que la escucha es simultáneamente la escucha de un dicho y la interpretación del dicho”. La voluntad de sospecha es un buen método para no dejarnos encarcelar por los sentidos demasiado instalados y así poder escucharlos con más tolerancia a la incertidumbre. Como decía nuestro querido William Hobaica “Donde hay mucha certeza siempre sospechen psicosis”.
Impregnado por ese espíritu, nunca dejé de considerar legítimo que a uno de mis pacientes adolescentes “lo dejaran frío” los disturbios sociales, sin que eso me impidiera remarcarle su alejamiento cada vez más obvio de la terapia. Me contestó con cierto aburrimiento que “sí, ando un poco desconectado de todo, sólo me interesa llegar a la universidad”. Al rato prosigue diciendo que “Laura (su novia) me dijo que estaba muy frió con ella. ¿Tú me ves frío?“ Le contesto que yo no soy Laura. Suelta una carcajada y luego me pregunta: “podemos reponer la sesión de la semana pasada porque la maldita guarimba del Cafetal no me dejó llegar a tiempo.
_ Creí que las malditas guarimbas te dejaban frío?
_ Sacude la cabeza y responde: “Este país no tiene solución Aurelio, lo que da es tristeza! Habría que ponerle una bomba y volver todo mierda para luego reconstruirlo todo de nuevo”.
A través de esta breve viñeta trato de resaltar cómo la realidad actual es tan profunda o superficial como las vicisitudes de su crisis adolescente. Tanto su frialdad, su tristeza, las bombas, “el volver todo mierda”, como reconstruir todo de nuevo, son conflictos surgidos de su vivencia inmediata de la situación de calle, pero también son metáforas y metonimias de sus duelos por la sexualidad infantil (frío con Laura) y de las transformaciones y renuncias que operan en su cuerpo y en su mente durante la transición adolescente. La bomba estalla tanto en la calle como en el cuerpo. “Volver todo mierda y reconstruir todo de nuevo” es a la vez un voluntarismo básico para el cambio social, pero también, metáfora de la explosión puberal y de sus consecuencias en cuanto a elaborar pérdidas y reconstruir nuevas opciones vitales. No hay superficial versus profundo, no hay exterior ni interior, la violencia está dentro y está fuera. Quizás tampoco intimidad. Si acaso extimidad como decía Lacan.
No sé si algunos recuerdan aquel cuento de Julio Cortázar titulado “La autopista del sur” en el que miles de personas quedan cautivas de una larga cola en la autopista París – Marsella. En ese relato, Cortázar describe como una circunstancia de características traumáticas, que crea un cerco claustrofóbico interminable, produce a su vez, un microcosmos individual y grupal que, sin perder de vista la circunstancia terrible de la inmovilidad, va tejiendo, al mismo tiempo, pequeñas historias humanas muy singulares que dan fe de la violencia, la pasión amorosa, la amistad, la solidaridad y por supuesto el olvido. En esa línea de sucesos surge esta última viñeta clínica sobre una adolescente ensimismada y cautelosa que decidió iniciar su vida erótica en los brazos de un guarimbero providencial. En ese borde reivindicativo y transgresor que son las guarimbas. En esa paradoja inquietante y polémica donde se trancan unos caminos para exigir la liberación de otros. Esta chica constreñida genera alegatos para protestar contra el autoritarismo paterno y a la vez contra un gobierno que según ella “le roba el futuro”. Como si su cuerpo encontrara en esa barricada en llamas y en ese joven encapuchado un motivo legítimo para desafiar los desmanes de un padre de la horda primitiva tanto doméstico como estatal. Cuerpo social y cuerpo erótico toman una calle donde exterioridad e interioridad van al unísono con el lenguaje. Ahí adviene una escucha, una escucha parcial, incompleta y sobre todo vulnerable.
Referencias bibliográficas
.Desiato Massimo (1993) La voluntad de sospecha como voluntad de escucha
Revista venezolana de filosofía N° 28-29