Para el psicoanálisis, la corrupción puede ser entendida como un proceso que se produce por el entrecruzamiento de tres espacios psíquicos distintos: a) individual, en el que un sujeto con fuertes rasgos paranoicos accede a una posición de poder; b) intersubjetivo, en el cual la persona que tiene poder “enloquece” con la ayuda de las personas con quienes convive; y c) trans-subjetivo, donde la corrupción es transformada en una institución y en una cultura.
Comienzo abordando el espacio psíquico individual en su funcionamiento paranoico. El término “individuo” aquí se refiere tanto a una persona, como a un grupo, por ejemplo un partido político. Psíquicamente, el paranoico no es capaz de concebir, ni de procesar, situaciones complejas. Las situaciones son simplificadas y reducidas a un esquema binario en el cual el bien y el mal son vividos como absolutos. Su visión del mundo es siempre “nosotros, los buenos, contra ellos, los malos”. El paranoico se percibe como perfecto, mejor que los otros: es justo, correcto y bueno, mientras los otros son injustos, están equivocados y son el mal.
Si es acusado de alguna cosa, se ofende, porque la acusación es vivida como injusta. Se siente lesionado en forma permanente en sus derechos, por eso es resentido y rencoroso. Se estructura en torno al odio al otro, siempre visto como enemigo y como amenaza a sus proyectos personales. En estas condiciones, el paranoico puede volverse violento, y las personas sienten miedo de él. Para Elía Canetti, el paranoico, como el dictador, sufre de una dolencia de poder. Esta se caracteriza por una voluntad patológica de supervivencia exclusiva, y por una disposición, al modo de un impulso, para sacrificar al resto del mundo en nombre de esta supervivencia.
Naturalmente, la relación entre paranoia y poder es compleja y, corriendo el riesgo de generalizaciones excesivas, arriesgo una hipótesis. Por un lado, es posible que acceder a una posición de poder “acorde” al núcleo paranoico del sujeto – núcleo que todos albergamos de alguna manera-. Por otro, es posible que la visión del mundo determinada por fuertes trazos paranoicos torne al poder particularmente atrayente, o necesario, para tales sujetos. El hecho es que la Historia muestra que la asociación entre paranoia y poder es tan frecuente como peligrosa.
Lo importante es que el paranoico se coloca como centro del mundo: sólo existe una opinión válida, la de él. Por eso, sus objetivos, que son siempre buenos, justos y nobles, justifican los medios. Él hará cualquier cosa para alcanzar sus objetivos. Es un terreno propicio para la práctica de la corrupción a nivel individual.
El segundo espacio psíquico que contribuye para el fenómeno de la corrupción es el espacio intersubjetivo. Para el Psicoanálisis, nadie enloquece solo, sobre todo en un espacio psíquico constituido por la relación con otros sujetos. El poderoso puede enloquecer en el vínculo con personares que, sistemáticamente, asumen una posición reverente, intimidada, servil, de devoción fascinada y apasionada.
Por todas estas características descriptas, el paranoico está bien tallado para producir el exactamente este tipo de reacción en las personas que están allegadas, cercas. Por otra parte, es la misma actitud acrítica que la crianza tiene en relación a los padres, que son vividos como aquellos que pueden todo. Vale recordar que en esa posición transferencial los sujetos que se someten –y no osan enfrentar al poderoso- también usufructúen el amor y la protección de esas figuras parentales, vivida como omnipotente. O sea, en el nivel intersubjetivo, todos tienen miedo de su furia, pero además desean su amor. Por eso, aceptar pagar el precio de la sumisión absoluta. ¿Quién osaría levantar el brazo contra el padre de la horda?
Se crea, así, una dinámica que contribuye para perpetuar el sistema. Cuanto más todos se someten, más contribuyen a empoderar esa figura parental. Y cuanto más él es empoderado, más se comportan como unas crianzas aterrorizadas. Humillada, la sociedad civil va perdiendo su dignidad y autoestima. Va quedando apática, pierde la esperanza en una vida mejor, más justa, libre del arbitrio de los poderosos.
De forma complementaria, el poderoso termina enloqueciendo cuando se identifica, esto es, cuando “cree” en el mensaje que le es transmitido inconscientemente por el lado más infantil de las personas con quienes convive: que él es superior a los otros y por eso tiene derecho o el deber a gozar más que todos los demás. Desde esta perspectiva, la corrupción puede ser entendida como síntoma de cierto tipo de enloquecimiento – no en el sentido dolencia mental, pero sí de hybris, palabra que en griego significa exceso o desmesura.
El hybris puede acometer a la persona que tiene poder político, financiero y/o simbólico. Su locura consiste en tentarse igualar a los dioses – que no precisan temer nada porque están encima del bien y del mal. Cuanto más quedamos fascinados en una posición de sumisión apasionada, menos nos atrevemos a mostrarle que la ley vale para todos, y más contribuimos a enloquecer a quien detenta poder. En este segundo nivel, la impunidad que sigue a la sumisión transferencial es otro factor propicio para el desenvolvimiento de la corrupción.
El tercer espacio psíquico que contribuye para el fenómeno de la corrupción es el trans-subjetivo o institucional. Y ciertamente el más grave o el más difícil de ser erradicado porque implica transformar una cultura.En el primer caso, cuando la corrupción aún es individual, no es difícil punir a un único sujeto, en el segundo, cuando la cuestión es inter-subjetiva, el poder judicial puede funcional como otro que amenaza con la castración.
Para el psicoanálisis, los sistemas simbólicos instituidos en cierta época y lugar conforman el paño de fondo de nuestras vidas psíquicas. Esto quiere decir instituciones ideales y valores que determinan nuestra manera de sentir, pensar y actuar. Más allá del miedo y de la infantilización cultivados en el espacio psíquico intersubjetivo, la imposibilidad de reaccionar contra la corrupción se debe al hecho de que la corrupción se volvió, ella misma, una institución. Eso significa que ahora tiene poder para instituir un modo de vida que se torna natural, como si no hubiese otra forma de vivir fuera del dominio de la mafia. La represión se vuelve innecesaria, pues la sola idea de rebelarse contra el sistema se vuelve imposible.
En el momento en que la corrupción dejó de ser una práctica ocasional para tornarse institución deviene cultura. Ese proceso se da en dos etapas: la desnaturalización del orden simbólico que funda una institución, y la institucionalización de la corrupción, que se torna un modo de vida.
La primera acontece cuando alguien, que ocupa formalmente el cargo de representante de una institución, “renuncia psíquicamente” a su lugar simbólico: él deja de sostener, a través de sus actos cotidianos, los valores instituidos. (Como veremos, la reversión del proceso depende, inversamente, de la transferencia que se establece entre los actores sociales y figuras que encarnan la ley). En vez de eso, coloca los intereses personales por encima de los intereses de la institución. El efecto de esa “renuncia” es la corrupción y desnaturalización del propio orden simbólico que funda y sustenta aquella institución.
Un ejemplo ayudará a esclarecer esta idea. Cuando un juez se deja sobornar, o simplemente intimidar, -e vimos acima como o paranoico puede tornarse violento al punto de causar realmente miedo- el está “renunciando” a su lugar simbólico. Lo que sucede entonces es que el vínculo, hasta entonces naturalizado, entre la palabra “juez” y el significado de “justicia”, se va diluyendo, hasta que, al final, desaparece y se desnaturaliza. Sigue un efecto dominó: todas las palabras ligadas a este sistema simbólico pierden el peso que la institución viva, y/o símbolo fuerte, garantizan. En lugar de inspirar afectos del tipo temor respetuoso, la toga y el vestido nos parecen ropas ridículars; las palabras “acusado”, “culpa”, “transgresión”, “punición”, “ley”, “justicia”, continúan existiendo en el vocabulario, pero están vacías de significado emocional: ya no creemos en ellas. La institución se torna disfuncional, ideas y valores que justificaban su existencia entran en crisis. Se instala una condición de miseria simbólica que deja a la persona sin rumbo. El soborno del juez corrompe la institución justicia.
Paralelamente, la corrupción se institucionaliza: se torna una cultura que tiende a reproducirse en forma autónoma. El pacto social que está basado en un “contrato” mediante el cual cada uno de nosotros acepta renunciar a las aspiraciones infantiles de realizar todos nuestros deseos en forma absoluta, para, en cambio, ser parte de la comunidad humana. Aceptamos que la ley vale para todos porque todos necesitamos de la protección de la ley. La renuncia al absoluto y la sumisión a la ley, con todo, son hechas con disgusto, y nunca de forma definitiva. Gastamos bastante energía psíquica en mantener a raya estos deseos y mantenerlos bajo cierto control civilizado. Por eso, esas fantasías regresivas de plenitud y omnipotencia, que están latentes en todos nosotros, pueden “coincidir” en cualquier momento. Basta que “alguien” ondee esa posibilidad: hay hambre con ganas de comer.
Este “alguien” es la mafia, institución que transforma la corrupción en un valor y en un modo de vida. Ella seduce al sujeto proponiéndole un pacto perverso en lugar de un pacto social: él es invitado a descalificar la ley y a su renuncia, en cambio da posibilidad de realizar el deseo inmaduro de trascender los límites inherentes a la condición humana. La descalificación de la ley se vuelve un valor y origina un modo de vida. No es difícil percibir que el pacto perverso no tiene condiciones de garantizar la vida en sociedad.
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La corrupción es una grave “patología social” – también ha sido comparada con un cáncer que infiltra y destruye a las instituciones – porque instituye como valor la descalificación de la ley. No es sólo la ley definida por la Constitución, sino también la ley en el sentido psicoanalítico del término: aquella que nos torna humanos en la medida en que coloca límites a la desmesura de nuestros deseos fundando, así, el pacto social. Por eso la corrupción puede ser definida como el proceso por medio del cual la descalificación de la ley va siendo institucionalizada. El pacto perverso se completa cuando la corrupción se vuelve, en si misma, una institución.
La deconstrucción de este proceso – el movimiento en dirección a la cura de esta patología social – depende de una transformación de la posición subjetiva de los actores sociales, lo que no puede acontecer si no hay transferencias con figuras parentales que encarnen la ley. En este sentido, se aproxima al proceso psicoanalítico. Al contrario del padre de la horda, esas figuras sustentan la ley no solo con su discurso, sino también con sus actos. Afirman la validez del pacto social contra el pacto perverso. En vez de convocar al lado más regresivo de la sociedad, convocan su lado más adulto.
Esos líderes se implican directamente en el proceso hablando – interpretando – desde este nuevo lugar transferencial. Sin desconocer y empatizar con el sufrimiento de la sociedad, apuntan como cada uno tiene su parte de responsabilidad en la reproducción de la cultura perversa. Su investimento libidinal no es pequeño: movilizan y organizan os diversos sectores de la sociedad que estaban dispersos, apáticos y melancolizados. Anticipan, con ese investimento, el potencial posible que se encontraba latente. Para eso, será preciso desidealizar al padre de la horda: una persona poderosa sólo es poderosa en función de las circunstancias, y puede perfectamente ser destituida de todo su poder. ¡La castración también vale para ella!
La transformación de la posición sucede cuando la ciudadanía se da cuenta que ningún irá a salvarlos, y se apropia de una lucha que es suya, y de nadie más. En este sentido, el liderazgo que funciona psíquicamente a partir de la posición depresiva puede catalizar una transformación social cuando esta estuviese madura para suceder. Los primero movimientos serán necesariamente sufridos y sangrientos: transformar una cultura siempre cuesta sangre.
Acredito que este es el momento en el cual los brasileños estamos. La sucesión de escándalos vienen siendo informadas en los últimos años muestra que la sociedad brasilera está en pleno proceso de transformación de posición subjetivo frente a la corrupción institucionalizada. Los poderosos de ayer, que creían religiosamente en la impunidad, hoy sienten miedo y reaccionan con la violencia esperada. Estamos todos atentos a los posibles movimientos de la “reacción terapéutica negativa” de la propia sociedad, pues siempre existe la posibilidad de que el pueblo abandone la lucha y todo termine “en pizza” – expresión que significa que “terminó como siempre terminó”, esto es, en impunidad.
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