Sociedad Psicoanalítica de Caracas

: A propósito de Pelo malo. Comentarios por Manuel Llorens (2014).

Pelo malo (Bad Hair, 2013)                                                                        Junior, el protagonista, es un niño que tiene nueve años y su pelo rizado. Se encuentra insatisfecho con su pelo y quiere alisárselo para la foto de la escuela. Esta situación le generará un conflicto con su mamá. Junior busca atrapar la atención, la mirada y ser querido por su madre. Sin embargo, ella lo rechaza cada vez más. Finalmente, Junior toma una decisión dolorosa que nos seguirá haciendo reflexionar. Dirección y guión: Mariana Rondón. Elenco: Samuel Lange (Junior), Samantha Castillo (Marta), Beto Benites (el jefe), Nelly Ramos (Carmen), María Emilia Sulbarán (La niña).

 

En el libro Desiring Whiteness o Deseando blancura, la autora Kalpana Seshadri-Crooks (2009) hace una comprensión psicoanalítica de la práctica racial, que me parece calza como anillo al dedo a la película Pelo malo. “La práctica racial”, escribe, “es en última instancia un práctica estética y debe ser comprendida en el régimen de la mirada”. En este sentido me parece que esta película trata sobre la mirada, los conflictos silenciosos que atraviesan el guión giran en torno a los dramas del mirar y ser mirado.

Junior juega a mirar a los vecinos junto a su amiga, se mira en el espejo, mira a su madre a distancia, junto a ella mira la televisión, mira al joven que cuida el kiosko, mira su mundo en silencio. Su madre a su vez, tiene la mirada perdida, como cuando se asoma por las ventanas de los carritos por puesto o inclusive cuando hace el amor; y cuando escasamente ve a Junior, que casi no lo ve.

El resultado de esa cadena de miradas se anuda ante el evento de una foto que debe tomarse para ingresar a la escuela. Una foto que él viene recreando en su imaginación: cómo se imagina su imagen, cómo quiere verse a sí-mismo, cómo quiere ser mirado. La angustia ante la imagen de la foto condensa la carencia afectiva, con la carencia material y las representaciones culturales que éstas adquieren a través de los estereotipos raciales, económicos y sexuales.

Junior está en el proceso de configurar su identidad; pre-púber, ensaya ante el espejo y en su fantasía los guiones identitarios que su comunidad cultural provee para construir un relato personal. La identificación, nos dirán los psicoanalistas, está mediada por el deseo. El deseo cobra forma, es esculpido con los ingredientes que la cultura ofrece, principalmente a través de los ideales. Los ideales circulan alrededor de la vida de Junior y su mamá: los discursos políticos alabando a los militares, los concursos de belleza que en la película aparecen como telón de fondo¹. Los ideales de la madre no aparecen articulados de manera muy concreta, parece más bien una madre deprimida, con poca ilusión, sin mucha capacidad de hallar belleza en su vida, en su entorno, ni inmediato ni lejano. Para la madre, toda la energía se va en sobrevivir. Las pérdidas y la carencia marcan una melancolía reseca. Los ideales de la madre aparecen más bien a través del rechazo a lo que percibe como poco masculino en su hijo. Sólo por momentos carga a su bebé o logra recordar con su hijo a su marido perdido y por instantes recuperan una sonrisa afectuosa.

Es aquí, en el lugar donde los ideales sociales se transmiten a través de los vínculos tempranos, donde el psicoanálisis y la psicología social tienen un campo fértil de colaboración. Dirá de manera brillante el sociólogo Richard Sennett (2003): “El ojo es más importante que la palabra. Diría que es el sentido más subvalorado, uno no piensa la democracia en términos visuales, lamentablemente aún no hemos teorizado bien este aspecto… Me parece una tarea urgente saber qué es lo que aprendemos cuando miramos a gente de la que no sabemos nada y mirando lugares cuando no estamos en casa. Lo visual es un ámbito político que no hemos terminado de comprender.”

La distribución de los ideales sociales transmitidos a través de la mirada materna, implica una jerarquía a la que los miembros de la sociedad tienen un acceso desigual. Esos ideales distribuyen de manera implícita valoraciones y privilegios. Esos ideales operan de manera inconsciente, muchas veces a través de los regímenes estéticos. Distribuyen el acceso a ser vistos o no por el otro con deseo. Operan de manera tan automática que aquellos sometidos a los escalones de desventaja también son esclavos de esos regímenes por más que los sufran en carne propia. Es lo que se ha denominado: “internalización de la opresión” (Pyke, 2010). Es lo que opera cuando la abuela afirma: “El que no tiene pelo liso tiene que aprender a baliar y a cantar”. Es decir, si tu cuerpo no logra los ideales, tienes que hacer más esfuerzo para ser visto con deseo.

Cuando la niña afirma “vámonos de aquí, que aquí violan” y Junior contesta “a ti no te pueden violar porque tú eres gorda”, operan de nuevo a través de una maravillosa y terrible ironía. El machismo se atribuye el privilegio de imponer su sexualidad sobre la mujer-objeto incluso a través de la violencia. Pero, en palabras de Junior, su amiga no puede acceder ni siquiera a esa versión monstruosa del deseo porque no alcanza los ideales estéticos del cuerpo delgado. Ella es doblemente relegada a los escalones más bajos de la jerarquía de la valoración.

Sabemos los terapeutas que estas jerarquías son difíciles de desmontar porque operan de manera inconsciente y se instalan a pesar de ser una fuente enorme de sufrimiento, como lo vemos en los trastornos de imagen corporal por nombrar solo una de sus tantas manifestaciones. La tarea del psicoterapeuta es ayudar a desentrañar la lógica vincular a través de la cual se internalizó esa lógica del deseo. La tarea del psicólogo comunitario y, en este caso, de la cineasta, es la de hacer visibles las lógicas discriminatorias que suelen operar de manera silenciosa, o como diríamos: naturalizadas o invisibilizadas.

Es lo que le escuché hacer al psicólogo norteamericano Kenneth Hardy (2005) en una visita que nos hizo a la Universidad Católica Andrés Bello cuando le preguntó a la audiencia de profesionales: “¿Ustedes que trabajan en la psicología infantil quieren a los niños y a las niñas? Sí, verdad. Todos los que trabajamos en estas áreas sentimos afecto por los niños y las niñas. Yo solo opino que cuando los niños son blancos, saludables y heterosexuales, los queremos un poquito más. Cuando los jóvenes no son blancos, sufren alguna discapacidad o son homosexuales, el amor es un poco más difícil de encontrar”.

El sociólogo Richard Sennett (2003) dirá que el concepto clave es el Respeto. Etimológicamente respeto significa volver a ver. Re de volver y specere de mirar. No quedarse con la primera mirada de algo. Sennett afirma que quizás la desigualdad más onerosa en la sociedad no es la distribución desigual de bienes materiales, sino la distribución desigual de los marcadores de reconocimiento que llevan a ser visto con admiración.

Los razonamientos de Sennett, unidos al psicoanálisis, ayudan a entender por qué el resentimiento social no es proporcional a la carencia material y es mediada por otros aspectos, en especial, la presencia amorosa o no de vínculos de cuidadores. Ayuda a entender por qué el respeto se vuelve una palabra tan usada, casi una obsesión entre los malandros. Los enredos de la mirada producen con facilidad una confusión. Junior le exige a la madre que lo mire, “¡tú también tienes que mirar!”, le grita. El malandro y el violador se imponen ante la mirada del otro, dramatizan su fuerza y su poder ante la mirada ajena, pero es una imposición condenada a la insatisfacción. Junior no necesita que su mamá lo mire simplemente, necesita que su mamá lo mire con deseo.

Lo cual me lleva al último comentario que quería compartir con ustedes a propósito de esta hermosa película sobre el desamor. Aquí no hay grandes traumas, a diferencia del cine venezolano que ciertamente ha retratado muchas veces los dramas sociales que padecemos. Otras películas como Secuestro express o Macu la mujer del policía, por nombrar dos de épocas distintas, retratan la versión más espectacular de la violencia y la carencia nuestra. Aquí, en Pelo malo, el sufrimiento aparece asordinado. La madre no maltrata físicamente a su hijo y hace esfuerzos enormes por intentar cuidarlo mínimamente. La carencia y la violencia operan aquí de manera más sutil. El sometimiento a lógicas machistas, sexistas, racistas y clasistas no entran tumbando con violencia la puerta de la casa de Junior y su madre. Prácticamente ellos mismos les abren la puerta y les invitan a pasar. Como cuando la madre invita el machismo a su casa a través de los hombres con quienes tiene sexo como transacción o cuando, por sus propios temores homofóbicos, le cercena a su hijo la posibilidad de desarrollar una masculinidad alternativa, sensible, capaz de interesarse por algo tierno que acompañe a la sexualidad. La madre supone que los problemas de Junior son porque ella no le toca su pene, no porque no lo toca en general en ninguna parte con ternura. El pene ocupa en la fantasía de la madre un lugar mecánico, instrumental.

Kenneth Hardy (2005), a quien ya citamos, opina que la acumulación de pérdidas y sufrimientos no visibles son típicos de la pobreza y conducen a una vivencia de deshumanización. Afirma: “Una cosa es perder algo que es importante para ti, pero es mucho peor cuando nadie en tu universo reconoce que has perdido algo. El no reconocer la pérdida del otro es negar la humanidad de esa persona.” La deshumanización dificulta la construcción posterior de relaciones empáticas, la sensación de pertenecer a un colectivo más amplio que me reconoce como miembro. La deshumanización es una semilla para la ruptura violenta del tejido social.

Cierro entonces recordando una de las escenas emblemáticas de la literatura venezolana que creo que es una huella importante heredada en esta película. En Doña Bárbara, Santos Luzardo, el protagonista ilustrado, es absorbido por la violencia del llano y sus juegos de poder, pero paulatinamente va intentado recuperar los códigos de la convivencia que, para Gallegos, representan la civilización. Se encuentra con la joven Marisela, abandonada por un padre borracho, sumida en la pobreza y descubre una belleza en ella, que ella misma no lograba ver. La invita a asomarse en el reflejo de un charco para intentar mostrársela y ella reflexiona: ¿por qué no podemos ver nuestra propia belleza como vemos nuestros dolores? Gallegos insinúa de esta manera todo un mundo de intervención para los psicoanalistas, los psicólogos sociales y diría, gracias a la hermosa película de Mariana Rondón, para los artistas. Cito del capítulo, Luz en la caverna: “Era la luz que él mismo había encendido en el alma de Marisela… la centella de la bondad iluminando el juicio para llevar la palabra tranquilizadora al ánimo atormentado. La obra –su verdadera obra, porque la suya no podía ser exterminar el mal a sangre y a fuego, sino descubrir, aquí y allá, las fuentes ocultas de la bondad de su tierra y de su gente–…”.

 

1         Me pareció muy agudo el comentario de Ana Teresa Torres en el cineforo en que opinó que si hay algo de denuncia en esta película, es la denuncia de la pobreza de los referentes culturales disponibles.

 

Referencias bibliográficas

 

Gallegos, R. (1929). Doña Bárbara. Caracas: Panapo, 2007.

Hardy, K. (2005). Trabajo sistémico con jóvenes violentos. Taller dictado en Caracas, Universidad Católica Andrés Bello.

Pyke, K. (2010). What is Internalized Racial Oppression and why don’t we study it? Acknowledging Racism’s Hidden Injuries [¿Qué es la Opresión Racial Internali- zada y por qué no la estudiamos? Reconociendo las lesiones ocultas del racismo]. Sociological Perspectives, 53, 551-572.

Sennett, R. (2003). El Respeto: sobre la dignidad del hombre en un mundo desigualdad.

Barcelona: Anagrama.

Seshadri-Crooks, K. (2000). Desiring Whiteness: a Lacanian Analysis of Race. Lon- don: Routledge.

TRÓPICOS 2019 VOL 1

 

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